La cabezonería de la vida

MSF
08/05/2009

"Cuando llevas tanto tiempo viviendo en un campo de refugiados, aprendes a ser el primero en muchas cosas", me dice un muchacho somalí de un grupo de jóvenes que se ha formado en el campo. Él lleva viviendo aquí desde que era niño. Yo me quedo asombrado de su inglés, perfectamente americano. Recibió pocas clases, pero parece salido de Oklahoma. Él se ríe con una cierta tristeza, y me dice que "aún así, no le han podido dar trabajo".

Muchos jóvenes somalís aspiran a trabajar para las agencias humanitarias que les atienden. Muchas mujeres también. Algunas le dan al responsable del campo cartas de recomendación que en algún lugar de Somalia escribieron otros responsables de organizaciones con las que trabajaron. Para los hombres, la otra opción es irse a Adén a limpiar vehículos. Para las mujeres existe la posibilidad de ser empleadas domésticas. Y luego está lo otro, claro; para los hombres, la delincuencia, para las mujeres la prostitución. A veces, se invierten los papeles. Muchos se quedan en el campo. Asisten a cursos, talleres, pero apenas les da para ganarse la vida. La comida, que nunca sobra, la reparte a ratos el Programa Mundial de Alimentos. Y aparte de eso, nada más. La vida no es nada más. Si tienes hijos, los cuidas, los tratas de alimentar lo mejor posible. Pero no puedes trabajar en Yemen legalmente, casi nunca. Entonces, ¿qué esperan?

El responsable del club de jóvenes no duda al responder: "Ser acogidos en un tercer país". Muchos han oído que Canadá tiene un buen programa de acogida. Pero el coordinador de seguridad del campo, un joven ecuatoriano, nos devuelve a la realidad cuando dice que es una minoría tan poco significativa que esa esperanza es casi nula. Y lo puedes ver en las caras de las mujeres que te dicen: "Aquí tuve a mis hijos, aquí me he quedado, y vine hace doce años".

Voy a entrevistar a una mujer que acaba de quedarse viuda. La costumbre islámica es que deberá estar tres meses y unos días encerrada en casa, sin salir para nada. Sus vecinas deberán ayudarle a conseguir la comida para sus hijos. Tiene cinco pequeños a su alrededor y un par de vecinas que ya la están ayudando. Su casa en el campo de refugiados es muy pobre, pero dispone de tres colchones en los que nos sentamos para poder conversar. Si me preguntan si la veo triste, digo que sí. Si me pregunta cuánto de triste, no sabría decir. Es que es algo extraño. Ella me explica que el hombre se quemó mientras preparaba un té y salió ardiendo sin que nadie pudiera evitar que muriese. Pero una vecina me cuenta que, en realidad, se suicidó. Un fenómeno habitual, según dicen en el campo. Pero son los hombres, generalmente los que lo hacen, no las mujeres.

Ante la desesperación de no poder avanzar, ante la falta de esperanza, ante los días sin hacer nada más que esperar a que algo suceda, muchos hombres no pueden digerir la mirada de sus hijos, y este sol que se vuelve más ardiente en los meses de verano, y deciden suicidarse. Claro que hay miles de razones para hacerlo, y quizá muchas menos para no hacerlo. Al menos yo no las podría encontrar aquí, si uno no tiene una fe en lo invisible, si uno no espera lo imposible, si uno no se olvida de la razón un poco, aquí no hay forma de sobrevivir.

Las mujeres sí. Y uno puede recurrir a los tópicos. Decir que porque son más fuertes, que porque son más prácticas, que porque tienen a los hijos. Yo no sé, fuera de las tópicos, qué les hace seguir... iba a decir adelante, pero en este caso, quería decir seguir ahí en el mismo sitio, en la desesperación de no moverse. Yo creo que son la vida misma, empeñada en no morirse, que es la cabezonería de la vida. Y si ellas siguen ahí, sin nada, con la espalda recta, de pie o sentadas en colchones, si ellas siguen ahí, uno no tiene derecho a no creer en la esperanza. Por la pura cabezonería de la vida.