Detenidos con ocho años en Jerusalén

Fue en junio. Huda, la madre lo recuerda porque era antes de las vacaciones de verano de 2012, justo para los exámenes finales. Y no es algo que, por otra parte, vaya a olvidar fácilmente. Sus hijos de siete y ocho años entonces fueron detenidos por soldados israelíes.
“Se los llevaron, a todo un grupo, de unos diez niños. Nos alertaron el resto de niños de la escuela y el profesor, que lo vieron todo”. Los niños fueron rodeados por soldados en jeeps. Entre ellos Jamal, el de ocho años, que opuso resistencia. Le golpearon la cabeza contra el coche. Su cara golpeó el capó, le rompieron los incisivos superiores. A plena luz del día, a las once y media de la mañana. Los apelotonaron a todos en el jeep y se los llevaron. En Jerusalén, en Silwan.
A plena luz del día, Huda, de 37 años, inició su pesadilla, embarazada, con un calor terrible, se lanzó a las calles de la ciudad en una búsqueda desesperada de sus hijos, “aprehendidos en la calle y desaparecidos”. Huda explica con horror el ir de una comisaría a otra, “por las montañas, gritando los nombres de los niños como si estuvieran perdidos en el bosque”. Finalmente, por la noche, los localizó en la prisión del famoso Russian Compound en el centro de la ciudad. El edificio se corona de forma siniestra con macetas de geranios en parte de su perímetro.
Los niños habían sido acusados de tirar piedras a los soldados, un clásico. Huda dijo a los soldados, “si hay pruebas de ello los castigaré yo misma”. No había pruebas. Los padres y familiares del grupo se quejaron a las autoridades. Les querían hacer firmar un documento que reconocía que los niños habían atacado a los soldados. No firmaron. Los retuvieron una semana. Según contaron los niños, los golpeaban a menudo. Los dejaban llamar por teléfono a casa, eso sí. Y luego, los soltaron.
Huda, que es de un país árabe vecino, dejó de acudir a su trabajo como profesora de matemáticas y francés. Sus hijos no querían volver al colegio. Los tenía que acompañar ella, a la entrada y a la salida. “Dejaron de estudiar, hasta entonces tenían unas notas excelentes, pero sus notas, en los exámenes finales, bajaron mucho. Los profesores tuvieron en cuenta su progreso en todo el año para dejarlos pasar de curso, pero no porque hubieran aprobado”, narra la madre, sin quitar ojo a sus niños, aunque están en la misma sala, preocupada gallina clueca inquieta.
“No dormían y si dormían soñaban con soldados que rompían puertas y se nos llevaban, se llevaban a la gente. El mayor se hacía pipí en la cama, como un bebé. No salían, no dormían, si oían el timbre se sobresaltaban, tenían mucho miedo de la policía”. Aún casi un año después, apenas salen a la calle y se quedan en casa, con su madre y el recién nacido, jugando al ordenador, niños educados, dóciles, silenciosos, tal vez demasiado.
“Fue entonces cuando me puse en contacto con MSF. Vino a verlos un psicólogo y al cabo de poco tiempo ya se notó algo la mejoría, van mejor en clase, comen mejor. El pequeño, eso sí, lleva los juguetes que más quiere en la mochila, como si los quisiera tener con él por si le vuelve a pasar, como si tener sus juguetes allí le fuera a ayudar”.
- Te gusta la escuela, Jamal? Se le pregunta al mayor.
- Si. No. Me gustaba...Era buen estudiante. Ya no. Ya no me gusta mucho. No me gusta tener a la policía cerca de allí.
- ¿Y tú, Ashraf?
- Sí, porque quiero ser ingeniero, pintor, piloto o médico.
- ¡Tienes que ser dentista y arreglarme los dientes!, le interpela el mayor, que sonríe sin ganas y sin abrir mucho la boca.
- Ashraf se asustó mucho al ver a su hermano sangrando- explica Huda.
No es el único problema de Huda, cuyo marido está desempleado. Sobre su casa, incrustada en la montaña, humilde, se cierne una orden de derribo, una de tantas que el ayuntamiento ha tramitado. No se conceden permisos para construir en barrios palestinos, en Jerusalén Este. Pero la población crece, en algún sitio tiene que vivir y construye. MSF, además de acompañar a Huda mientras sus hijos estuvieron detenidos y también después, “estaba deprimida, piensa que no tengo familia aquí, también tenía miedo de que vinieran por la noche a buscar a mis hijos, a mi marido”, la ha puesto en contacto con un abogado que puede ayudarla en la lucha por su casa. Ella remata: “Yo sólo quiero vivir en paz, que mis hijos vayan a la escuela y que yo sepa que van a regresar a casa cada día”.
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© Juan Carlos Tomasi / MSF