Haití (2): El espectáculo más hermoso del mundo

Un buen amigo haitiano, François, que ahora trabaja para Médicos sin Fronteras, me dijo que él tenía la ilusión de regresar a Haití para hacer algo por su país. De momento trabaja como coordinador médico en otras misiones que le llevan junto a su familia a países como la India o Zimbabue. Una vez me dijo que en su país, ahora mismo, sólo se podía hacer algo, pero no vivir, porque vivir es imposible. Bueno, él se refiere a trabajar para un porvenir y todo eso. Pero, en el fondo, creo que tiene un poco de razón. Y al mismo tiempo, no es que la vida no sea posible.
Si estuvieras aquí, verías que la vida se hace no sólo posible, sino impresionante. Mira, son las siete de la mañana, y es uno de los espectáculos más bonitos que puedes ver en el mundo. Sólo por esto, merece la pena venirse a Haití. Son las niñas pequeñas que van de la mano de sus padres a la escuela. El pelo negro se les riza como un reto, y entonces se lo arreglan en pequeñas coletitas del mismo color que el del uniforme escolar. Cada colegio tiene uno diferente. Bajan o suben hacia sus centros de la mano de sus padres. Recién bañadas con el orgullo del agua limpia, aún no han podido vencer por completo al sueño, pero los padres les toman de las manos como a un seguro de vida, en el buen sentido de la palabra. Son la única esperanza de Haití, esos pequeños y los centros a los que van, porque a diferencia de muchos países en una situación parecida, aquí la gente se endeuda hasta los dientes por dar educación a sus hijos.
Mientras vamos en coche hacia un barrio que se llama Martissant, el conductor ve a su niña y nos la señala. El mismo orgullo del que antes hablaba. "Ésa es mi hija, camino de la escuela". Y es precioso ver esto. Probablemente el conductor está endeudado hasta las cejas, pero viéndolo como él mira a su hija, eso parece lo de menos.
En Martissant, como en Cité Soleil, nos encontramos con pequeñas escuelitas en las esquinas más insospechadas. Imagina una vara de hierro que se retuerce. A eso se parecen las calles de los barrios de Puerto Príncipe y todo Puerto Príncipe. Pero ni siquiera se hacen fuertes como el hierro, sino débiles como los techos de cinc podridos que hacen el amago de protegerte de la lluvia y el viento. Son amagos, mentiras, porque aquí, cuando llueve, el cinc no te salva. Las últimas inundaciones, de finales del año pasado, dejaron el país sin techos en buena parte de la zona rural, además de aumentar la pobreza y el número de sus muertos por catástrofe. Y bajo el mismo cinc, débil, oxidado, y caliente como los malos sueños, ves a un profesor que combate, o imparte, no sé cuál es el verbo correcto, su clase frente a decenas de niños de diferentes edades. Qué asignatura les da. Qué pueden aprender si cada uno pertenecería a diferentes grados y están allí, como sostenidos. Imagino que les enseña una clase de historia de Haití. Imagino porque es imposible saber lo que ocurre en medio de una algarabía. Siempre es curioso saber qué buscan un grupo de periodistas por aquí. No sé. A lo mejor, lo veo todo aún como el atardecer de Puerto Príncipe, desde lejos, o desde un arriba imaginado. Puede ser, pero en todas las tierras del olvido que estamos viendo en este proyecto junto a Médicos sin Fronteras y un grupo de escritores, te juro que emociona ver una escuela levantada sólo a punto de un pizarrón, y un maestro que a pesar de encontrarse frente a niños de diferentes edades, se levanta, prepara una clase de historia de su país sin libros y con sólo sus palabras se la cuenta a una algarabía de chavales.
Esos niños son como un banco de sueños, a plazo fijo, aunque algunas veces ocurran cosas como las de esa escuela que se derrumbó llevándose la vida de unos 100 pequeños a finales del año pasado. Y muchos sueños, los únicos de este país, para mucha gente se quebraron.
Esta mañana, cuando iban camino de la escuela, niñas con uniformes escolares y coletitas del color del uniforme, no suponían tan sólo un espectáculo hermoso, era una forma de lucha.