Las mismas caras
Aitor Zabalgogeazkoa, coordinador de operaciones en terreno y exdirector general de Médicos Sin Fronteras.

Las mismas caras, las mismas caras en diferentes rostros. Siempre esa falta de expresión, sin aparente introspección; son miradas vacías, miradas apáticas, no hay dientes apretados, ni gritos de indignación. No se intuye el cálculo, el cálculo de lo que viene, las cuentas de lo que pasó. Todos esos rostros tienen responsabilidades, la casa arrasada, el ganado que se robaron, el taller inservible, el hijo que a saber dónde está, el no saber de dónde sacar para comer mañana...
Sin embargo, no hay determinación en esas caras. La determinación estuvo pintada en los rostros antes, cuando la violencia estaba en su apogeo, cuando el espanto y el horror no se podían evitar y había que salvar lo salvable. La determinación volverá después, cuando haya que tirar hacia adelante y los puntos de apoyo sean pocos. En medio de ese instante congelado, siempre hay un momento en el que la expresión no dice nada, y a la vez lo dice todo, de la herida sufrida.
Describir a todos como víctimas no es real, pero todos han sido (hemos sido) víctimas en un momento de la guerra. Vulnerables ante algo que te sobrepasa, desarmados, literalmente. Y la violencia de la guerra es así. Absurda al menos para el individuo, porque, por un lado, todo se para y, por otro, todo sigue igual. Las mismas caras, aunque no todas están; han pasado de gritar y llorar a mirar fijamente en silencio y luego a reír y a la burla. Se pasa de la calma o del sueño a las carreras sin rumbo y de ahí a seguir con las actividades cotidianas que no queda otro remedio que hacer.
El trauma de la guerra siempre tiene esas dos caras, la física y la espiritual. La material es la obvia. La delgadez, la mayoría de las veces, un color de piel poco sano, arrugas donde no había, también la forzada falta de higiene, y lo que sobra, esos vendajes provisionales y aparatosos, y lo que falta, esa parte del cuerpo que ya no está o no sirve más. La ropa no ayuda a tapar la dignidad y los zapatos o las sandalias ya lo dicen todo. Las manos también. Muchas veces, los brazos se alargan agarrando a la prole en un gesto de protección y también de desesperación, de anclarse a la vida, a lo que vendrá. La mano casi siempre vacía y a la vez agarrando un papel, que tiene el teléfono de un familiar o una cartilla de racionamiento o la receta de un médico.
Lo que está detrás de las caras es más difícil de escrutar, de entender. Parece que siempre ha sido así. Da la impresión de que no son rostros, son máscaras. Será para evitar que el sufrimiento te devore o para que el extraño no se recree en tu momento de debilidad. El dolor sufrido y el que hace daño también en esos momentos está presente, persistente. No se puede sacudir, queda impregnado. La visión de una ejecución, lo ensordecedor de una explosión, la agresión sobre el cuerpo cubren como una manta invisible a la persona. El dolor hay gente que lo tapa, hay gente que lo enseña, hay quien solo lo insinúa. Gente a la que le duele, a otros menos y a otros poco. Los que rezan y los que juran, los que ríen y los que lloran. Pero estaba, estará. No se sacude sin más.
Esas cicatrices construyen personas y comunidades enteras. Ayuda la sonrisa, calma el abrazo, apacigua la propia presencia incluso más que la desesperada acción para salvar a un ser humano. Incluso cuando la vida ya no tiene manera de seguir. No es verdad que la vida siempre se hace camino. Hay días que sí, cuando ves a la chavalería correr detrás de una bola o las risas en la cola para el agua, o cuando alguien se despierta confundido después de una operación, y sabes que siempre pasará eso; pero en las noches malas, en las que hay que ayudar a los que ayudan, en las que el hospital se llena de gente, en las que no llega con lo que haces, en esas, te das cuenta de que el camino no siempre sigue.

Cuántas veces nos han dicho, si lo pensamos con la cabeza, “no deberíais estar aquí”; si lo pensamos con el corazón, no hay palabras para expresar lo que sentimos. Entender que recibir ayuda no es un signo de debilidad, que puede ser de fortaleza. Ese punto de apoyo que quizás solo necesites una vez en la vida. Construimos chabolas, nos instalamos bajo un mango, levantamos tiendas, habilitamos sótanos y escuelas como trincheras para protegernos de esa lluvia persistente que son las embestidas de la guerra. No solo lo hacemos para ayudar a un extraño, las más de las veces una extraña, sino para abrir ese paraguas que nos permitirá estar, echar una mano y vivir junto a esa persona. Hay más pertrechos para estas guerras: saber de la tenacidad de la fatalidad, resistir la frustración, tomar decisiones que siempre serán injustas e insuficientes, medir para evitar el error, navegar el humor negro, tomar el té con quien no lo harías nunca y aprender lo que no quieres. Y los rostros, sobre todo esas caras, esa confidencia, ese apretón de manos, esa sonrisa o esa mueca son lo que te hace seguir.
Esas caras siempre son los mismos rostros, no importan el género o el color, en los Balcanes, en Somalia, en Siria o en Gaza, en Congo o en Colombia, en Mozambique. No importa si hace calor o frío, si es de día o es la noche, si eres viejo o niña. No hay diferencia entre la violencia enloquecida e imprevista y la planificada y escrupulosamente ejecutada, al menos para aquel al que le toca. Esos rostros son un espejo de historias, de historias que hemos compartido con gente que podía haber sido la nuestra, en la altura de Yakaolang, el frío de Kukes, el calor de Fashir, el ruido de Florencia, la lluvia de Kongolo, el olor de Bangui.
Los nombres de los lugares no se olvidan; son nombres que no significan nada para casi nadie, más que para el testigo y para esos rostros, si es que los pudieran oír. Nombres de lugares porque no podemos recordar el nombre de todas las personas, porque no tenemos otra manera de resumir esos momentos. Esas personas y esos momentos nos devuelven a Axum, Abs, Alepo, Bentiu, Dadaab, Kunduz, Kabul, Kismayo, Kigali, Gorazde, Monrovia, Maiduguri, Masisi, Vedeno (y así todo el abecedario repetido cientos de veces), a lo bueno que pudimos hacer y a lo espantoso a lo que nosotros también estuvimos expuestos.
Estas fotografías describen esos momentos mejor que la imagen viva. Tienen razón las culturas que dicen que la fotografía te roba parte del alma. Ahí están esas almas. Una por una. Esperando solo un instante a que pase algo diferente a lo que ya pasó o a lo que está por pasar. Nos hablan, nos dicen cosas, nos agradecen, nos empujan y nos maldicen.
Estas estampas son un bálsamo, no porque hayan ayudado a explicar lo que pasaban esas gentes, no porque expliquen lo que a veces hemos pasado nosotros como trabajadores que arriman el hombro, no porque hagan moverse a la gente para que pasen cosas. Estas imágenes curan porque concentran los momentos en lo importante, sin ruido, sin movimiento, sin olor, sin miedo, en lo importante de esas vidas; son fragmentos que reflejan el nacimiento, el sufrimiento, la alegría, la muerte y la vida. Muestran solo un instante y, a la vez, lo reflejan todo.
Son fragmentos de vidas, incluso de historia, que hemos visto, vivido y sentido juntos, deseando que no hubieran pasado y temiendo que se repitieran demasiado pronto. Esos instantes únicos e iguales son cápsulas que ayudan a curar, a pensar que nunca más debería pasar algo así. Sin embargo, casi seguro, volverá a pasar.
Este texto forma parte del libro ‘La memoria del olvido. Una historia gráfica de Médicos Sin Fronteras con fotografías de Juan Carlos Tomasi’ (editorial Blume)