Pánico en Pinga
Relato en primera persona de uno de los múltiples incidentes provocados por grupos armados en Pinga. La inseguridad en la zona, en Kivu del Norte (RDC), forzó que MSF suspendiera actividades el mes pasado

Era mediodía cuando oí un disparo. Al principio pensé que era una bala perdida, tal vez de un niño-soldado, puesto que era un momento raro del día para que hubiera un ataque. Las milicias armadas normalmente atacan en la oscuridad, justo antes del amanecer o tras el anochecer. Pero oímos disparos otra vez. Y otra vez. Entonces supimos que el combate se había iniciado.
Yo estaba en una reunión de personal en el hospital de Pinga, justo enfrente de nuestra base. Por un momento pensé en regresar a la base para resguardarme, pero entonces me di cuenta de que ya era tarde. Tuvimos que ponernos a cubierto en el hospital, con los pacientes y el resto del personal. La gente, presa del pánico, corrió a la sala de reuniones. Decidimos escondernos en una habitación colindante y agazaparnos contra la pared.
Pacientes recién operados, gente enferma, ancianos y niños y el personal sanitario nos cobijamos todos en la habitación, muy pequeña. Me senté en el suelo, junto a sacos de harina, con un niño pequeño en mis brazos. Traté de pegarme al suelo para evitar que alguna bala perdida nos alcanzara. El niño jugaba con mis dedos.
Los tiros sonaban cada vez más cerca. Los hombres estaban justo en la puerta. Nosotros temblábamos, algunos lloraban, pero todos estábamos en silencio. Nunca he pasado tanto miedo. Estaba oscuro, con la puerta cerrada y las cortinas corridas. Con el volumen de mi radiotransmisor al mínimo, llamé a la base para comunicarles, angustiado, que hombres armados habían irrumpido en el hospital.
Los oímos entrar en la sala de reuniones donde se había refugiado otro grupo de pacientes y médicos y enfermeros. Los oímos gritar que eran civiles. Aguanté la respiración, aterrorizado. Esperaba que llegaran los tiros, las ejecuciones. Alguien habló al otro de la ventana, donde se vislumbraban siluetas. Un bebé en nuestra habitación comenzó a llorar. El grupo intentó acallarlo.
Los disparos en el exterior seguían. Los lloros del niño se contagiaron a otros pequeños. Por la razón que fuera, pese al ruido, nuestra puerta no llegó a abrirse. Tras cuarenta minutos, un médico congoleño vino a buscarnos. Los hombres armados se habían retirado. Nos habíamos salvado. Todos, nosotros y el grupo refugiado en la sala de reuniones.
No fue hasta que los disparos cesaron que nos atrevimos a dejar la sala. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que la fortuna no había sido tal para todos los miembros del grupo. Una mujer, con un bebé en brazos, se desplomó en el suelo: la niña que llevaba en brazos había sido alcanzada por una bala perdida, que le atravesó la cabeza, de la nariz a la nuca. Había muerto al instante. Parecía que estaba dormida. Sólo que su cuerpo ya estaba frío.
El medico Marcus Bergman ha trabajado en la República Democrática del Congo para Médicos Sin Fronteras (MSF) desde febrero de 2013. Basado en Pinga, un pequeño pueblo en Kivu del Norte. Las actividades de MSF en el pueblo se han suspendido debido al aumento de la inseguridad y las amenazas a los trabajadores humanitarios.