Una voz de entre 80 millones de refugiados: la historia de Barthelemy
Aún recuerda el día que tuvo que huir y despedirse de su familia, de sus amigos, de su novia. Cruzó ciudades en bicicleta, escondido en camiones, durmiendo en el suelo. La historia de Barthelemy refleja la realidad de un 1% de la población. Hoy, él también es MSF.

Barthelemy Nijimbere es un refugiado de Burundi y gerente de suministros de MSF en el campamento de Nduta, en el noroeste de Tanzania, donde somos la única organización proveedora de atención médica para 75.000 refugiados. Como refugiado, Barthelemy se embarcó en un viaje extraordinario para llegar a un lugar seguro y comenzar una nueva vida con su familia en Tanzania. Esta es su historia...
“Cuando pienso en mi ciudad natal, recuerdo días cálidos, pedaleando en el asfalto quemado por el sol, junto a la orilla dorada del lago Tanganica, donde los hipopótamos se asoman desde la superficie y los niños juegan en el agua al atardecer. Recuerdo las prendas de colores brillantes de amigos reunidos en la iglesia azul y blanca, y el eco de la voz del pastor desde el púlpito iluminado por el sol. Recuerdo el día en que me gradué de la universidad: la cara orgullosa de mi novia, las grietas en sus mejillas, y recuerdo que estaba feliz.
Pero es doloroso para mí recordar el día en que lo dejé todo en 2015. Los días anteriores estuvieron salpicados de disparos y explosiones, y esos recuerdos tristes nunca abandonan mi mente. Las cosas en mi país estaban cambiando. Una noche, dos hombres con pistolas irrumpieron en mi casa y me obligaron a tumbarme boca abajo, amenazándome con dispararme mientras robaban mis pertenencias. Después de eso, el sabor amargo del miedo permaneció en el fondo de mi garganta y una marea nauseabunda en mi estómago nunca me abandonó, ya que la violencia estallaba en mi casa todos los días.
Sabía que tenía que irme, aunque no quería abandonar mi trabajo, mi familia, mi iglesia y mi hogar. Mientras me despedía a mi novia, sentí lágrimas cálidas y húmedas en sus pestañas. ‘No sé a dónde voy, pero te escribiré cuando llegue allí, le prometí.
Partí en mi bicicleta, llevando una mochila con algo de ropa, mi biblia, un teléfono móvil y alrededor de 80 dólares [unos 70 euros] en mi bolsillo. Pedaleé durante horas, escondiéndome detrás de edificios y árboles cuando escuchaba disparos. Atravesé bulliciosas ciudades donde las peleas sonaban como las campanas de la iglesia a la hora. Subí en bicicleta sintiendo el aire fresco y claro de las cimas de las montañas, y me subí a camiones en las sinuosas carreteras de la aldea bordeadas de eucaliptos.
Después de cinco días en bicicleta y de dormir en las aldeas locales, crucé la frontera con Tanzania. Tenía la ropa empapada y la cara flácida por la fatiga.
Aquí es donde comenzó mi vida como refugiado...
Al principio me quedé con unos 20 hombres en una sala de un centro de refugiados de tránsito cerca de la frontera. Dormimos sobre esterillas en un suelo de barro duro y comimos maíz diluido con agua; no había suficiente comida para todos. Canté para los muchachos, y juntos rezamos para encontrar refugio, agua y seguridad. Después de una semana, la ONU me transfirió al campamento de Nyarugusu, donde viven unos 150.000 refugiados de Burundi y de República Democrática del Congo (RDC).
Cuando llegué al campamento, la lluvia caía sin cesar y todo lo que podía ver era un mar de lodo fangoso esparcido con láminas de plástico blanco sostenido por postes oxidados. Compartí mi tienda con otros seis hombres, durmiendo sobre una esterilla en el suelo duro, completamente vestido y temblando por la humedad. La lluvia se filtró a través de las láminas de plástico, y pronto había piojos por todas partes: en mi pelo, en mi ropa, en la ropa de cama.
Al principio estaba solo, pero los otros hombres a mi alrededor me dieron energía. Recolectamos leña y nos sentamos alrededor de la hoguera por la noche. Cocinamos gachas y compartimos historias sobre nuestros pueblos y familias. Me di cuenta de que no estaba solo y que muchos de mis hermanos aquí habían sufrido mucho más que yo. Nos teníamos los unos a los otros y nos mantuvimos unidos, no como refugiados, sino como seres humanos.
Después de dos meses y medio, me transfirieron a un campo de refugiados diferente llamado Nduta en el noroeste de Tanzania. Pasé de dormir debajo de láminas de plástico a vivir en una tienda de campaña, a construir mi propia casa con madera seca y barro. Junto con los miembros de la congregación cristiana local, también construimos una nueva iglesia para el campamento.
Pronto conseguí un trabajo con la organización médica MSF como gerente de suministros. En MSF, trabajo con médicos, enfermeras e ingenieros de todo el mundo, incluidos los tanzanos, y siento un gran sentido de pertenencia. Somos el único servicio de salud en el campamento y brindamos un tratamiento que salva vidas contra la malaria, el sarampión, la diabetes y docenas de otras enfermedades y dolencias potencialmente mortales a los que las personas están expuestas en el campamento.
En junio de 2016, mi novia dejó Burundi para embarcarse en el mismo viaje y finalmente nos reunimos en el campo de refugiados de Nduta. Después de un año de separación, temiendo por la vida del otro, nos casamos en la iglesia en el campamento, y hoy tenemos un bebé llamado GoodLuck Tena.
He vivido como refugiado durante cinco años en Tanzania y todo lo que pido es: por favor, no nos juzguen porque somos refugiados. No somos malos ni estamos malditos. Somos humanos como tú, viviendo y sintiendo, con miedos y sueños, como cualquier hombre. Lo que nos pasó puede pasarle a cualquiera en la tierra. Nadie elige ser un refugiado.
Espero que algún día pueda regresar a mi patria, a un lugar seguro. Extraño a mi iglesia y a nuestra colorida congregación y extraño a mi familia. Un día, construiré mi propia casa en la tierra que poseo allí, y una vez más iré en bicicleta a lo largo de la costa del lago Tanganica al atardecer, con mi hijo y mi esposa a mi lado”.