A veces, hay buenas razones para llorar (por Pierre Trbovic, antropólogo belga de MSF en Monrovia, Liberia)

MSF
16/09/2014

Poco después de llegar a Monrovia, me di cuenta de que mis colegas estaban desbordados por la magnitud del brote de Ébola. Nuestro centro de tratamiento —el mayor que Médicos sin Fronteras ha abierto en su historia— estaba lleno, y Stefan, nuestro coordinador de terreno, estaba de pie en la puerta informando a la gente de que no se podían aceptar más pacientes. En una misión de MSF, uno tiene que ser flexible. Esta no era una labor que hubiéramos planeado y asignado para que alguien la hiciera, pero alguien tenía que hacerla, y yo di un paso adelante. 

Poco después de llegar a Monrovia, me di cuenta de que mis colegas estaban desbordados por la magnitud del brote de Ébola. Nuestro centro de tratamiento —el mayor que Médicos sin Fronteras ha abierto en su historia— estaba lleno, y Stefan, nuestro coordinador de terreno, estaba de pie en la puerta informando a la gente de que no se podían aceptar más pacientes. En una misión de MSF, uno tiene que ser flexible. Esta no era una labor que hubiéramos planeado y asignado para que alguien la hiciera, pero alguien tenía que hacerla, y yo di un paso adelante.
Durante los tres primeros días que estuve de guardia en la puerta, apenas paró de llover. Las personas estaban empapadas, pero permanecían ahí esperando porque no tenían otro lugar adonde ir.

La primera persona que tuve que rechazar fue a un padre que había llevado a su hija enferma en el maletero de su coche. Se trataba de un hombre educado, y me suplicó que aceptáramos a su hija adolescente, diciendo que, si bien sabía que no podíamos salvar su vida, al menos podríamos salvar al resto de su familia del contagio. En ese momento tuve que irme detrás de una de las tiendas de campaña para llorar. No me sentía avergonzado de mis lágrimas, pero yo sabía que tenía que ser fuerte por deferencia hacia mis compañeros; si todos empezábamos a llorar, entonces estaríamos de verdad inmersos en un grave problemaPoco después de llegar a Monrovia, me di cuenta de que mis colegas estaban desbordados por la magnitud del brote de Ébola. Nuestro centro de tratamiento —el mayor que Médicos sin Fronteras ha abierto en su historia— estaba lleno, y Stefan, nuestro coordinador de terreno, estaba de pie en la puerta informando a la gente de que no se podían aceptar más pacientes. En una misión de MSF, uno tiene que ser flexible. Esta no era una labor que hubiéramos planeado y asignado para que alguien la hiciera, pero alguien tenía que hacerla, y yo di un paso adelant

 

Durante los tres primeros días que estuve de guardia en la puerta, apenas paró de llover. Las personas estaban empapadas, pero permanecían ahí esperando porque no tenían otro lugar adonde ir.

La primera persona que tuve que rechazar fue a un padre que había llevado a su hija enferma en el maletero de su coche. Se trataba de un hombre educado, y me suplicó que aceptáramos a su hija adolescente, diciendo que, si bien sabía que no podíamos salvar su vida, al menos podríamos salvar al resto de su familia del contagio. En ese momento tuve que irme detrás de una de las tiendas de campaña para llorar. No me sentía avergonzado de mis lágrimas, pero yo sabía que tenía que ser fuerte por deferencia hacia mis compañeros; si todos empezábamos a llorar, entonces estaríamos de verdad inmersos en un grave problema.

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