La hoja de taro como metáfora de la experiencia rohinyá: una conversación que abarca ocho años

Ruhul Amin y Arunn Jegan se conocieron hace ocho años en Bangladesh, cuando más de 700.000 rohinyá llegaron al país huyendo de una campaña de violencia extrema perpetrada por el ejército de Myanmar. Durante casi una década han trabajado juntos colaborando en proyectos que desafían los límites de lo que significa prestar asistencia. Aquí hablan de su creativa colaboración y su duradera amistad. Son compañeros de trabajo en Médicos Sin Fronteras (MSF).

MSF
25/08/2025
Mohamed Colim, carpintero, con su creación en forma de hoja de taro.

Arunn: Cuando conocí a Ruhul, él y su familia acababan de cruzar la frontera de Bangladesh con lo puesto. No lo conocía, pero me dijo que trabajaba para MSF en Myanmar, así que sentí una conexión. Fue desgarrador escuchar cómo lo había perdido todo.

Le indiqué la oficina donde podía cobrar su salario, me dijo que necesitaba agua y nos separamos.

Ruhul: Cuando conocí a Arunn, no lo vi bien. Vi a un hombre de piel oscura que dijo que vivía en Australia. No recordaba su nombre ni sabía que era tamil, una comunidad que también había sufrido atrocidades. Mi mente estaba centrada en sobrevivir. ¿Dónde dormiríamos? ¿Cómo comeríamos? Estaba completamente agotado. Me sentía como si estuviera flotando en el océano, sin saber adónde podía ir. Pensé que volvería a casa, pero poco sabía yo que ocho años después seguiría sin poder regresar a mi tierra natal.

Este breve intercambio fue el comienzo de una colaboración duradera. Ruhul y Arunn trabajaron juntos en respuestas a emergencias y programas humanitarios de larga duración. Pero siempre volvían a la misma pregunta: ¿qué significa prestar asistencia? La atención médica siempre será esencial, pero sobrevivir no es lo mismo que vivir. Y los rohinyás luchan por conseguir ambas cosas.

  • Nuru Saber, tejedora rohinyá, junto a su pieza tejida en forma de hoja de taro.

Ruhul: En 2017, MSF fue una de las primeras ONG en empezar a trabajar en los nuevos campamentos que se crearon tras el éxodo masivo de rohinyás de Myanmar. En dos semanas creamos una red de trabajadores sanitarios comunitarios. Teníamos una tarea sencilla: llevar a los enfermos al hospital e indicar a la gente dónde encontrar asistencia médica. La gente llegaba con heridas de bala, cortes de cuchillo e infecciones sin tratar. No había aseos, refugios ni carreteras.

Recuerdo a tres mujeres inconscientes en el barro, cubiertas de moscas. Pagué a los miembros de la comunidad 600 takas (unos 6 dólares estadounidenses) de mi propio bolsillo para que las llevaran al hospital de MSF. Solo teníamos ambulancias humanas: gente que transportaba a los enfermos en camillas improvisadas de bambú o a sus espaldas.

Arunn: Fue muy duro. Me recordó al desplazamiento de mi propia comunidad: cientos de miles de familias llevando todo lo que podían; decenas de personas con heridas de bala; el olor a humo aún fresco en su ropa; y familias desesperadas por encontrar a sus hijos después de haber sido separados en medio del caos. Construimos hospitales en seis semanas y bombas de agua en pocos días. No había tiempo para detenerse ni sentir nada.

Ruhul: Recuerdo haber sentido algo. Cuando volví a ver a Arunn años más tarde, me di cuenta de lo que era: el poder de las relaciones que se construyen con el tiempo.

  • Bishi Bala Rudro, ceramista.

Con el paso de los años, las necesidades cambiaron. Las heridas de bala sufridas en Myanmar se convirtieron en afecciones médicas crónicas. Grandes epidemias de difteria, sarna y hepatitis C comenzaron a amenazar a la comunidad de forma rápida e incontrolable. La comunidad rohinyá se enfrentó a nuevos retos que trajo consigo la vida como personas refugiadas.

Las infraestructuras mejoraron, pero las esperanzas para el futuro se desvanecieron. La pandemia de COVID-19 y las políticas de contención trajeron consigo restricciones de movimiento, una valla de alambre de púas y una reducción de la ayuda.

El campamento, que ahora acoge a más de 1,3 millones de refugiados rohinyá —algunos desde hace décadas, otros solo desde hace meses— se ha convertido en un barrio marginal de bambú y lonas. Los bebés nacen y las personas envejecen en el limbo.

Ruhul y Arunn se preguntaban ahora: ¿Qué sostiene a una persona cuando desaparece la financiación? ¿Qué la sostiene cuando su situación legal no ha cambiado en 40 años? ¿Qué significa realmente ser apátrida y qué implica eso para quienes están a su lado?

 


 

Arunn: Volví a encontrarme con Ruhul en 2019. Fue entonces cuando sentí que nuestra conexión se había fortalecido. Una vez me dijo que le había llevado cuatro años sentirse lo suficientemente seguro como para contarme lo que de verdad significaba ser apátrida.

Ruhul: Yo no lo llamaba apátrida. Simplemente lo llamaba vida. No esperaba recibir educación. No creía que se nos permitiera recibir atención médica. No esperaba libertad de movimiento. Pensaba que la educación y las oportunidades eran solo para algunas personas. Nuestra imaginación sobre cómo podrían ser nuestras vidas era muy limitada. Solo cuando dejamos nuestra patria comprendimos lo profundamente que se nos habían negado nuestros derechos. Darse cuenta de eso es doloroso. No solo te duele el cuerpo. Te duele la mente.

  • Sahat Zia Hero, fotógrafo.

De esta conversación nació una idea. Si la asistencia médica está destinada a curar el cuerpo, ¿qué cura esa parte de nosotros que se pregunta si importamos?

Se propusieron crear un proyecto basado en la existencia, la cultura y las historias de las personas, para ayudar al pueblo rohinyá a expresarse, resistir el olvido y mantenerse conectado con su identidad.

Encontraron artistas australianos y rohinyá cuyo trabajo y mentalidad estaban arraigados en estos principios, y juntos formaron la Asociación para la Defensa Creativa (CAP en sus siglas en inglés).

 


 

Ruhul: En nuestros talleres comenzó a surgir un símbolo: la hoja de taro. Inspirado en un proverbio rohinyá, Honsu-fathar Phani, que dice que el agua no deja huella en la hoja de taro.

Arunn: La superficie de una hoja de taro es cerosa, lo que hace que el agua se acumule en gotas y se deslice sin dejar rastro.

Ruhul: Es un símbolo de cómo el mundo convierte a los rohinyá en apátridas e intenta no dejar rastro de nosotros. Pero seguimos aquí. Y dejamos huella.

Arunn: Personas adultas, niños y niñas y artistas rohinyá crearon sus propias hojas de taro. Ver cómo las personas se transformaban a través de la creatividad fue muy profundo. Un ceramista rohinyá nos contó que su casa fue destruida hace ocho años, pero que él no huyó hasta hace poco. El peso de ese lento borrado es insoportable. Y, sin embargo, en este espacio compartido, las personas comenzaron a abrirse. Incluso las tensiones entre las identidades religiosas y étnicas comenzaron a suavizarse. Ese es el poder de crear juntos.

Ruhul: Pero no se trata solo de expresarnos. Se trata de sobrevivir. Las ONG se irán. La financiación se agotará. No queremos depender de las ONG el resto de nuestras vidas; nos avergüenza depender de otros. Pero si seguimos conectados con nuestra cultura, nuestra identidad, nuestras relaciones, también podrán sobrevivir. Las relaciones son la medicina más importante.

  • Senu Anara, bordadora.

Arunn: Ruhul me dijo que siente que la luz que hay dentro de él se está apagando. No porque se haya rendido, sino porque el peso de la desconexión —del movimiento, del cuidado, de las oportunidades— es cada vez mayor. Oigo las palabras “destino” y “suerte” mucho más que “esperanza” y “futuro”.

Ruhul: No estoy solo, muchos en los campamentos sienten lo mismo. Para nosotros, este proyecto no es una actividad secundaria, es una forma de mantener viva la luz. Seguimos enfrentándonos a enormes retos sanitarios, con recortes en las raciones de comida, fiebres inexplicables y malas condiciones de vida. Los recortes de financiación de USAID y el Reino Unido están paralizando nuestro futuro: decenas de centros de salud han cerrado. Hasta mi hijo necesitaba atención urgente y nadie cubría la cirugía.

Arunn: No se trata de sustituir la ayuda médica por la defensa creativa. Se trata de reconocer que, sin ambas cosas, lo que queda de un pueblo se vuelve rápidamente irreconocible. La atención integral reconoce la necesidad humana de reconocimiento, conexión y pertenencia, no solo vendajes limpios o raciones de alimentos. Ahí es donde debe ir la labor humanitaria.

Ruhul: En un lugar donde a las personas se les niega la nacionalidad, la libertad de movimiento e incluso la atención médica, el simple hecho de moldear arcilla, tejer bambú o contar una historia se convierte en un acto de resistencia y dignidad. Es como decir: “Seguimos aquí. Seguimos sintiendo. Seguimos importando”.