Las cicatrices invisibles de la violencia en la era COVID-19

Con la atención mundial centrada en la pandemia, la situación de las personas atrapadas en ciclos de violencia sin fin ha empeorado aún más: en el 93% de los países, los servicios de atención en salud mental se han visto afectados por el coronavirus. La salud mental debe seguir siendo parte integral de la asistencia a los más vulnerables.

MSF
03/12/2020


Por Tamara Saeb, responsable de Comunicación Operacional

Unos 450 millones de personas en todo el mundo padecen trastornos de salud mental. Estas personas están más expuestas a problemas físicos de salud (como el VIH, la tuberculosis o enfermedades no transmisibles), que acortan la vida entre 10 y 20 años. En zonas de inseguridad y violencia, nuestros equipos atienden cada día a personas que sufren estas cicatrices invisibles. Ahora, con la atención mundial centrada en la COVID-19, la situación de las personas atrapadas en ciclos de violencia sin fin ha empeorado aún más: en el 93% de los países, los servicios de atención en salud mental se han visto afectados por la pandemia. Por eso, ahora es más importante que nunca garantizar que la salud mental sea parte integral de la asistencia a las poblaciones más vulnerables.

En 2019, 800.000 personas se beneficiaron de nuestros programas de salud mental y atención psicosocial. Este año, hasta agosto, asistimos a más de 200.000 personas en consultas individuales o actividades en grupo; el 61% habían sufrido violencia o una pérdida traumática, frente al 50% del año pasado. Las necesidades de salud mental son más habituales en zonas de conflicto; de media, un 5% de las personas desarrollan trastornos graves y el 17% leves o moderados.

Dibujo de Yasin, un niño afgano de 9 años. Campo de Moria, Lesbos, Grecia.

En los dos últimos años, la escalada de violencia en el norte y este de Burkina Faso ha expulsado de sus hogares a más de un millón de personas. Aparte de encontrarse sin apenas agua o alimentos, sin un refugio adecuado y con poca atención médica, viven con un constante temor a nuevas agresiones. A finales de 2019, iniciamos actividades de salud mental en la Región Oriental para las comunidades desplazadas y de acogida. Este apoyo continúa hoy con sesiones de consejería individual y familiar, así como actividades psicosociales en grupo, centradas en potenciar los mecanismos de afrontamiento y la resiliencia, y con primeros auxilios psicológicos para quienes han experimentado un suceso traumático reciente.

Las personas, sus familias y sus comunidades tienen capacidad para afrontar muchas situaciones de adversidad. Por nuestra parte, trabajamos para reforzar esa capacidad e identificar a las personas que sí precisan atención en salud mental.

Lo primero es ver más allá de los síntomas físicos. Lo explica nuestro compañero Issaka Dahila, psicólogo. “La primera vez, los pacientes nos describen síntomas como problemas para dormir, dolor de cabeza, palpitaciones o miedo sin motivo aparente –apunta–. La gente suele identificar mejor los problemas físicos que los psicológicos y emocionales”. Los niños tienen su propia forma de reaccionar al desplazamiento y a la violencia; algunos mojan la cama y tienen pesadillas, otros entran en un estado de negación y otros reproducen en sus juegos los hechos presenciados o sufridos.

Kawila Khalaf, paciente de MSF

Más vulnerables

La exposición a la violencia y la pérdida del hogar tienen más efecto en los grupos más vulnerables: mujeres, niños y personas con un trastorno mental de base. En nuestras consultas de salud mental en África occidental y central, más del 60% de los pacientes son mujeres y, entre enero y agosto, asistimos a cerca de 5.000 menores. Esto en parte puede deberse a que los hombres acuden menos al centro de salud y suelen ser más reticentes a buscar atención en salud mental.

Gwoza, una ciudad protegida en el estado de Borno (en el noreste de Nigeria), acoge a 60.000 personas, muchas de ellas desplazadas y que han presenciado ataques han perdido a seres queridos, han visto desaparecer su sustento económico y se han quedado sin hogar. Los niños, en muchos casos, llegan solos. Kyla Storry, nuestra responsable de Salud Mental, señala que los más pequeños “tienden a representar lo que conocen” y que, por eso, los que han estado expuestos a la violencia juegan “a tiroteos y asesinatos” con sus amigos. “Cuando les das papel y lápiz –explica–, algunos saben dibujar un rifle mejor que una pelota de fútbol o un animal”.

Uno de los niños que hemos atendido había sido secuestrado por un grupo armado con tan solo 5 años y permaneció retenido otros cinco. Presenció hechos que le causaron un trauma psicológico. Cuando logró escapar y volver con la única familia que le quedaba en Gwoza, su tía, vimos que necesitaba atención psicológica. Tras varios meses de tratamiento, se siente mejor y pronto empezará a ir al colegio.

Otro caso es el de un hombre de 50 años que llevaba 20 encadenado porque su familia no sabía que su afección se podía tratar, y de todas formas en Gwoza no había ese tipo de atención. Tras varios años de tratamiento con él, su familia y su comunidad, este hombre ahora vive con menos sufrimiento y más dignidad.

Migrantes en Piedras Negras, México.

Acceso, estigma y recursos

En las zonas donde trabajamos, uno de los retos sigue siendo el acceso: tanto nuestra capacidad de llegar a la población como la capacidad de esta para llegar a nuestros servicios. La inseguridad y la violencia son una amenaza.

Y hay desafíos específicos, como la dificultad de conseguir determinada medicación debido a su elevado precio, su escasa disponibilidad o los pocos recursos de la persona o familia. También falta personal cualificado de psicología o psiquiatría; escasea en general y mucho más en zonas de conflicto.

Un tercer problema es el estigma resultante del desconocimiento de la salud mental. Esto aísla aún más a las personas afectadas, que quedan privadas de los recursos de apoyo y resiliencia que necesitan.

Salud mental en los Territorios Palestinos Ocupados.

En la era de la COVID-19

“La pandemia ha traído confinamientos, que son difíciles en todo el mundo y en Palestina hay que sumar los efectos a largo plazo del hecho de vivir bajo una ocupación”, apunta Amparo Villasmil, psicóloga en Hebrón. “El confinamiento también ha empeorado la ansiedad, la frustración y la incertidumbre”, añade.

Por eso, aparte de apoyar a las personas con trastornos relacionados con la violencia, hemos ampliado las consultas telefónicas para ayudar a quienes padecen estrés y ansiedad a causa de la pandemia, como personal sanitario, pacientes con COVID-19 y sus familiares y personas en cuarentena. Pero las consultas telefónicas tienen sus limitaciones, como la dificultad de garantizar la privacidad cuando en la vivienda también está la familia. También requieren una buena conexión y conocer algo las nuevas tecnologías. Y plantean incluso más dificultades en el caso de los niños.

A pesar de estos desafíos, y como indica una de nuestras psicólogas, en África occidental y central, Sonya Mounir, “la salud mental es un derecho”. “Independientemente de la edad, el sexo o la clase social, es necesaria para todo el mundo. Y esta necesidad está aumentando en las zonas de conflicto y allí donde trabajamos. Sin salud mental, simplemente no hay salud”.