Proteger a nuestros mayores del virus… y de la tristeza

Las residencias de ancianos son uno de nuestros ejes prioritarios de respuesta a la pandemia de COVID-19. La clave, encontrar el equilibrio para que las medidas de prevención del contagio no estrangulen las dinámicas sociales que nuestros mayores necesitan como el aire que respiran. Para ello, lo primero es enseñar al personal a protegerse.

MSF
28/04/2020

Por Alberto Jodra, escritor y coordinador de terreno de nuestro equipo de trabajo contra la covid-19 en Castilla y León.

Eugenio permanece inmóvil mientras pasan los hombres encapuchados que desde hace unos minutos se mueven por todas partes. Por la expresión de su rostro se diría que no los ve, puede que su frente esté varada en algo que sucedió en tiempos remotos.

Tomasa, en cambio, se asoma una y otra vez al umbral de su cuarto para ver a los bomberos cargados con los pulverizadores para la desinfección de las habitaciones. Cuando uno de estos voluntarios camina por su pasillo, huye hasta la ventana y espera hasta que pasa la amenaza.

Después, como esos niños que no pueden resistirse a mirar debajo de la cama en busca del monstruo que turba sus sueños, regresa a la puerta y sigue en la distancia los pasos de estos individuos vestidos de blanco que ocultan sus facciones bajo unas gafas gruesas de buzo.

Estamos en Soria, en una residencia de mayores de las muchas que salpican esta tierra dura y envejecida. Las casas del pueblo se agrupan en torno a la iglesia de inspiración románica, y los campos de cultivo se extienden hasta las manchas lejanas de pinos y de carrascas. Ahí afuera solo se mueven los grajos, pero dentro de la residencia parece que se haya desatado una tormenta.

Son los tiempos del COVID-19, que también invade estos espacios destinados al retiro y los cuidados de los más ancianos.

Médicos Sin Fronteras, poniendo su experiencia en la gestión de crisis epidémicas al servicio de las autoridades responsables de dar respuesta a la pandemia del coronavirus, insiste en la situación preocupante que viven estos centros de mayores que sufren desde diversos ángulos. 

Para empezar, la falta de personal que causa baja cuando cae enfermo y las tareas se multiplican; siguen los materiales de protección adecuados que han tardado en llegar y no vienen acompañados de la formación necesaria para su utilización; la carencia de personal médico para aquellos residentes que necesitan cuidados especializados pero permanecen en las residencias por el desbordamiento en los hospitales; la necesidad urgente de medidas de prevención del contagio y protocolos de desinfección a los que no están habituados; la ausencia de test fiables que permitan gestionar la distribución de los residentes sin la sensación de moverse a ciegas; la preocupación de las familias que vuelcan sus temores y su incertidumbre en infinitas llamadas de teléfono; y no menos importante, la obligación moral de gestionar todo esto sin caer en la indignidad.

Las residencias de mayores son espacios de convivencia donde las rutinas sociales tienen un valor enorme como forma de seguir anclado al mundo. Las personas de más edad se aferran a esos gestos con la misma tenacidad que sus dedos se enroscan a los pasamanos para seguir andando.

Confinamiento, aislamiento, puertas cerradas y situaciones confusas son circunstancias que aceleran el deterioro cognitivo y los vuelve más vulnerables. Más dependientes. Protegiéndolos de un virus, podemos condenarlos de tristeza.

El propósito de los equipos de Médicos Sin Fronteras que acuden estos días a las residencias no es otro que encontrar ese equilibrio para que las medidas de prevención del contagio no estrangulen las dinámicas sociales que estas personas mayores necesitan como el aire que respiran. Para ello, lo primero es enseñar al personal a protegerse.

Les mostramos cómo deben ponerse y quitarse las batas, las mascarillas, los guantes y las pantallas de la forma más segura, insistiendo en que todos esos gestos deben realizarse de manera cuidadosa y siempre alerta.

Es en el momento de quitarse el material de protección cuando una persona corre mayor riesgo de contaminarse. También revisamos los circuitos de vestuarios, cocina, lavandería, ascensores y zonas comunes, determinando cuales son las áreas sucias, es decir aquellas consideradas como contaminadas, y las áreas limpias que hay que preservar a base de rutinas extremas de higiene y muchísima atención para que no se conviertan en fuentes de infección inesperadas.

En función de los resultados de los tests o de la sintomatología en caso de que las pruebas no se hayan realizado, proponemos la ubicación de los residentes en áreas sucias o limpias, dos residencias en una. Los mayores no pueden ir de una a otra; el personal tiene que ponerse y quitarse el material de protección cuando pasa de un entorno sucio a uno limpio. Los platos y cubiertos, los bolígrafos, la ropa de cama, todo está enclaustrado entre líneas infranqueables. Pero a cambio, los residentes pueden moverse libremente dentro de sus zonas con unas pautas básicas de distancia. Evitamos que tengan que estar encerrados entre cuatro paredes.

Con esta distribución y una buena disciplina en el uso de los materiales de protección, se puede incluso organizar la visita de un familiar que acompañe a un residente en su último aliento. Algunas residencias lo han hecho con sensación de pecar, temerosas de que pueda caerles una sanción o la recriminación de alguien, pero hay muchos responsables y gerentes que no se atreven.

“Imagínate si pasa algo”, responden cuando les pregunto por qué. “Hacemos videollamadas, sabemos que no es lo mismo, pero no podemos arriesgarnos”. No hay nada que se les pueda recriminar, pienso, están asustados. Como todos.

Nosotros también, aunque quizás nuestros motivos son diferentes. Al salir del coche hemos bromeado sobre la sensación extraña de estar respondiendo a una emergencia aquí, después de todo lo que hemos vivido en las peores crisis humanitarias por todo el globo. Más chocante aun en mi caso, pues por estos pueblos se derraman mis recuerdos de infancia. Mi padre nació en un pueblo a 20 kms de donde estoy ahora, allí pasé los veranos y conservo casa.

Estos ancianos que veo en la residencia no se diferencian en nada de aquellos que se sentaban al sol frente al portal de sus viviendas y preguntaban una y otra vez, cada verano lo mismo, de quien era yo. Las mismas manos nudosas, el mismo gesto adusto. El terrón de titubeos por debajo de la boina. La piel requemada por los cielos de Castilla. Es ahí cuando la extrañeza se convierte en miedo. Cuando la ayuda que durante años has dedicado a personas desconocidas en otras partes del mundo se convierte en algo personal y corrosivo. Allí donde miras, te ves a ti mismo.

Sabía que iba a pasar, pero como sucede en el caso de Tomasa, asomándose sin descanso en el umbral de su cuarto para vigilar a los bomberos, yo tampoco puedo resistirme. Cuando uno de estos voluntarios saca de un armario la ropa del último residente fallecido, yo me acerco a la mesilla y abro los cajones sabiendo ya lo que voy a encontrar.

Fotografías de color sepia, medicamentos de todo tipo, recortes amarillentos y notas garabateadas, llaveros y otros objetos menores que solo tienen valor para quien fue su dueño. El mismo tipo de botín que guardaba mi padre. En vez del balín que él atesoraba desde que era joven, este hombre conservaba una canica de barro que quizás había ganado en una partida épica. La cojo entre los dedos y la observo con nostalgia antes de meterla en la bolsa con el resto de fetiches. Hay que dejar la habitación completamente vacía para pulverizarla y matar al bicho, como llama al virus uno de estos residentes.

Mientras espero a que el compañero de bomberos acabe de pulverizar la habitación, una anciana insiste por enésima vez en llegar hasta la antigua sala de televisión, donde ahora hemos instalado uno de los vestuarios. Rodeada de voluntarios enfrascados en limpiar todas las superficies con desinfectante, camina confiada hacia su objetivo hasta que Carmen, la referente sanitaria del equipo de Médicos Sin Fronteras, la coge de la mano y le da media vuelta con dulzura. “Herminia, ya te he dicho que la sala de la televisión no está allí. Está al fondo de ese pasillo. Ven, yo te llevo”.

El jefe de bomberos me mira y sonríe. “Ya les digo a estos que tenemos que aprender a tratar a la gente como lo hace una enfermera. Nosotros le hubiésemos dado una voz”.

Yo contemplo por encima de su hombro el paisaje más allá de las ventanas, perdida la mirada en los álamos del río donde construía balsas siendo un niño.