La crisis de los refugiados se cronifica

Artículo de María Antonia Sánchez-Vallejo.

MSF
01/06/2016

El pasado 20 de marzo, la entrada en vigor del pacto migratorio UE-Turquía, alcanzado días antes para frenar la llegada a Europa de refugiados y migrantes, marcaba un inquietante punto de inflexión en el mayor éxodo vivido desde la II Guerra Mundial. No es solo que los centros de registro y primera acogida en las islas del Egeo, conocidos como hotspots en la jerga bruselense, se convirtieran de repente en centros de detención (es decir, en cárceles, con las puertas cerradas y kilómetros de alambradas y concertinas); tampoco — con ser muy grave — que a ellos vayan a parar como presuntos culpables todos los extranjeros llegados desde entonces, ya sean niños, mujeres embarazadas o discapacitados.

Hubo también otra consecuencia significativa: la evacuación o el desalojo — o, cuando menos, la formal invitación a irse — de no pocos trabajadores humanitarios y cuantos voluntarios colaboraban dentro de los hotspots y en los campamentos informales levantados para recibir, informar o dar cobijo a decenas de miles de migrantes (en los que va de año más de 150.000 personas a Grecia). Los testigos, bajo estas nuevas reglas del juego pactadas por Bruselas y Ankara, no son bienvenidos.

El efecto más perverso del acuerdo es que, prácticamente, hace desaparecer un fenómeno que durante meses ha demostrado la inacción de la Unión Europea a la hora de lidiar con este drama. Lo convierte así, simplemente, en un problema de seguridad fronteriza desprovisto de todo cariz humanitario; un discurso, por lo demás, habitual en las políticas migratorias de los Estados miembros. Europa, a la que este éxodo doliente ha sacado, y seguirá haciéndolo, los colores, se yergue así como una supuesta fortaleza amenazada por seres tan peligrosos como Tamim Mohamed Ali, ingeniero de Alepo de 29 años y padre de un bebé, Haidy, nacido en Lesbos el 8 de marzo, el mismo día que llegaron a la isla. “A las dos horas escasas de llegar la lancha neumática en que mi esposa y yo nos jugamos la vida en el Egeo con otras 70 personas, como sardinas en lata”, relataba Tamim. Tamim, que perdió su trabajo en Siria porque una bomba destruyó la fábrica donde trabajaba, vio morir por culpa de la guerra a un hermano, dos primos y un tío.

Parecidas circunstancias vive Latifa, kurda de Kobane (Siria). Poco más que una niña y  atrapada desde primeros de marzo en el campamento de Idomeni, en la frontera greco-macedonia, lleva a su bebé amarrado al cuerpo por una manta. Carece de sillita, como tantas otras mujeres con niños (madres e hijos suponen el 65% de los llegados) y  que engrosan las filas de este desarmado ejército de desheredados. Junto a ella esperan y desesperan el resto de miembros de su extensa familia: varias parejas, treinta menores entre primos y sobrinos, y un adulto ciego, en silla de ruedas y con epilepsia desde que cayera al vacío tras el impacto de una nube de metralla en el edificio donde trabajaba.

Todos ellos flotan en un vacío de olvido y miopía política; son migrantes irregulares, como los denomina el acuerdo, y se ven radicalmente desprovistos de buena parte de sus derechos.

Además de dejar en un limbo humanitario a más de 50.000 refugiados e inmigrantes económicos atrapados en Grecia desde comienzos de marzo por el cierre de las fronteras balcánicas, es decir, todos los que habían entrado Grecia antes del día 20, el pacto UE-Turquía es un cierre en falso de esta descomunal crisis migratoria. No solo porque los recién llegados son más que los expulsados, pese a la misión conjunta en el Egeo de Frontex y los guardacostas griegos y turcos. También, y sobre todo, porque al esconder bajo la alfombra una realidad innegable, la hace desaparecer de los medios de comunicación, solo atentos a las primeras las expulsiones como medida admonitoria, o disuasoria, o a los episodios de tensión, con lluvia de gases lacrimógenos, en el paso fronterizo de Idomeni hasta su desmantelamiento hace solo unos días. A duras penas llegan a la categoría de noticia las riñas entre migrantes de distintas nacionalidades en la isla de Quíos o en el campamento improvisado del Pireo, que sin embargo ilustran mucho la desesperación reinante.

Tras la visita del Papa a Lesbos el pasado 16 de abril, solo algún caso grave, fruto de la mala fortuna (un naufragio, probablemente) o la desesperación, logrará devolver a la palestra este drama interminable.

“Estar sentado aquí día tras día me recuerda la incertidumbre que vivíamos en Siria. Solo esperábamos que sucediera algo, siempre malo, sin saber si ese día nos iba a tocar a nosotros o al vecino. Sé que aquí no vamos a morir, en teoría, pero esta falta de información nos está consumiendo. ¿Cómo va a crecer mi hijo sin un hogar? ¿Quién puede decirnos qué va a ser nosotros, quién? Nadie, y eso nos consume”, explicaba Tamim a finales de marzo en un centro especial para personas vulnerables, gestionado por Caritas Grecia, en la isla de Lesbos. A pocos kilómetros de allí, en el centro de detención de Moria, uno de los internados amagaba con colgarse de un poste de la luz, y otro, un joven afgano, acababa en el hospital de la isla, en coma, por sobredosis de pastillas. No es nada nuevo: en los centros de detención de inmigrantes de Reino Unido, justo al otro lado de Eldorado europeo, hay un intento de suicidio diario.

Todo lo que no sale en los medios, o en la foto, no existe, es el triste axioma de una sociedad de la información que enseguida se cansa de la misma noticia, sea la crisis migratoria o los vaivenes del precio del petróleo (con la excepción de las elecciones en EEUU). Así que si los refugiados son interceptados en alta mar — antes, durante todo un año, llegaban a diario a las playas, una presencia tan cotidiana como la de turistas o vecinos — conducidos a puerto en una patrullera, metidos en un autobús de cristales tintados bajo mantas térmicas y, finalmente, recluidos en centros de detención, el problema deja teórica, o visualmente, de existir. Eso por no constatar que la entrada en vigor del pacto solo va a cambiar de lugar el problema, provocando rutas alternativas, más largas y difíciles, por el práctico sellado del Egeo: barcos precarios que, desde la costa turca, circunnavegan el Peloponeso hacia Italia, o la inevitable reactivación de la peligrosísima ruta Libia-Italia, que tantos naufragios masivos (véase Lampedusa) ha vivido. Unos pocos se arriesgan por los bosques que delimitan la frontera búlgara, donde abundan los cazadores de inmigrantes, ciudadanos de hipertrofiado celo patriótico que según varias encuestas cuentan con el mayoritario respaldo de sus compatriotas.

El reverso de las llegadas, las previstas expulsiones de todo “migrante irregular” que no tenga derecho a protección internacional, ha mostrado sus limitaciones desde el primer día. De los 3.725 migrantes llegados a Grecia entre el 20 de marzo y el 14 de abril, nada menos que 3.528 solicitaron asilo. Superadas por la avalancha de peticiones, las autoridades griegas tuvieron que suspender temporalmente las deportaciones el segundo día, y, una vez reanudadas, optar por las más fáciles: las de paquistaníes, bangladesíes y otros indudables, a lo que parece, inmigrantes económicos entre los que no cabía reconocer ni siquiera a los miembros de minorías perseguidas ni de colectivos en la diana de los radicales por su credo o su orientación sexual.

Syed Jahanzeb Ali Naqi, paquistaní de la minoría chií de Karachi, es uno de ellos. No le quedó más remedio que entregarse a la policía porque, llegado antes del día 20 pero privado de papeles para viajar a la Grecia continental, prefirió rendirse a la evidencia de que para él, como paquistaní —y migrante de segunda, ya que las directrices comunitarias han favorecido una clara discriminación entre las víctimas — era más sencillo agachar la cabeza y ponerse en manos de las autoridades. “Dios proveerá, merezco el asilo, soy un perseguido y varios miembros de mi familia han muerto en atentados contra mi comunidad en Karachi, estamos en el punto de mira de los talibanes”, repetía esperanzado, ingenuo. Otro caso extremo era el de un joven gay de la misma nacionalidad, perseguido en su país, que a finales de marzo clamaba por sus vapuleados derechos en el centro de detención de Lesbos. Los afganos se han visto crecientemente marginalizados en el proceso de asilo, aunque la mayoría de ellos sean hazaras, una etnia en la mirilla de los talibanes. El 8 de abril, Grecia permitía por primera vez el acceso a los centros de detención a Amnistía Internacional y Human Rights Watch (HRW). Hasta entonces, pasaron casi tres semanas de cierre a cal y canto, sin testigos.

El difícil papel de las ONG tras la entrada en vigor del acuerdo se ha vuelto casi insostenible. El responsable de Médicos sin Fronteras en la isla de Lesbos, Michele Telaro, exigía que al menos se cumpliera el compromiso de trasladar a un campamento abierto a las personas vulnerables; HRW denunciaba también “la detención de personas con necesidades especiales”. La situación en la cárcel de Moria era la previsible por la sobrepoblación: con capacidad máxima para 2.000 personas, albergaba a mediados de abril más de 3.500. Los relatos de los internos describían algo parecido al infierno. “No hay suficiente comida para todos, comemos todos los días un bol de arroz y un panecillo. Las duchas están rotas, y sólo hay agua fría, cuando sale. En mi carpa, donde dormimos más de cien personas, hay varias familias con niños pequeños”, se quejaba el paquistaní Afsal a través de una verja. Un sitio sucio, frío, sin luz por la noche, con interminables colas para comer y un mar de endebles tiendas de campaña instaladas junto a los módulos principales, por no hablar de numerosos bultos envueltos en mantas durmiendo al raso.

La retirada de las ONG de los campos ha empeorado las condiciones de los detenidos, sostienen los más críticos, a la vez que subrayan que los centros de detención no cumplen siquiera los estándares mínimos de una cárcel. Las ONG argumentan que seguir colaborando en el interior de estas nuevas prisiones les haría cómplices de un sistema injusto. Desde las primeras horas del acuerdo ACNUR, MSF, Save the Children y, en Quíos, también el Norwegian Refugee Council han dejado de prestar servicios dentro de Moria (Lesbos) o Vial (Quíos), aunque la agencia de la ONU sigue en el interior para “tutelar y asesorar” a los solicitantes de asilo. Pero los abogados locales que asisten a los detenidos denuncian que se ven obligados a hablar con ellos en la entrada principal, y en presencia de policías.

A mediados de abril tres funcionarios braceaban a la desesperada para dar curso a las 1.310 solicitudes de asilo presentadas hasta entonces en el centro de detención de Quíos. La Administración griega tiene capacidad para tramitar 50 al día, pero desde el acuerdo con Turquía ha recibido más de 10.000 (la suma de todas las islas y de solicitudes de muchos que ya estaban en el país antes del 20 de marzo).

Tamim contaba los minutos a la espera de la entrevista definitiva para solicitar asilo, el 25 de abril —un mes y medio después de pisar suelo griego — en Atenas. Pese a la promesa europea de enviar hasta 4.000 expertos (2.300, en las primeras semanas) para ayudar a la necesitada Grecia, un país en el chasis por seis años de recesión y austeridad, el colapso del papeleo dejaba al albur el futuro inmediato de miles de seres.

Caso por caso, el acuerdo UE-Turquía muestra sus costuras, sus abundantes zonas de sombra. Tamim ignora si podrá ser reubicado en Suecia, como es su deseo y el de su hermano mayor, asilado allí desde hace un año (porque la reubicación no se hará a demanda, advierte la UE).

Afsal, paquistaní, con un hermano en Italia y varios familiares en Grecia desde hace una década, recibió de entrada el no por respuesta: ni siquiera se admitió a trámite su solicitud, pese a demostrar documentalmente que procede de una de las provincias más castigadas por la violencia talibán. Sin embargo, su perfil, aparcero, y su situación familiar, soltero sin hijos, no le daban puntos para acceder a protección internacional.

En el colmo de la incertidumbre, un joven matrimonio sirio, que en su huida de la guerra, hace dos años, dejó a sus dos hijos con sus padres en Alepo y logró asilo en Suecia nada más llegar, se hallaba a mediados de abril varado en Quíos al tratar de reencontrarse con sus progenitores y vástagos. Abuelos y nietos llegaron a la isla a finales de marzo, con el pacto migratorio ya vigente, por lo que fueron detenidos y encerrados. El joven matrimonio aguarda acontecimientos en una tienda de campaña, a las afueras del centro de detención, en una espera insostenible. 

Si a Turquía, mediante los 6.000 millones de ayuda pactados con la UE, se le ha externalizado, o subcontratado, la miseria, a Grecia, el eslabón más débil de la cadena, le corresponde el papel de poli malo. Las estimaciones del Gobierno son realistas: con el cierre de la ruta balcánica, el país dejó de ser una vía de tránsito para convertirse en un país de acogida permanente, “de dos o tres años”, según el ministro de Inmigración griego, Yanis Muzalas.

Las consecuencias no se han hecho esperar: al margen de la grandiosa solidaridad mostrada por el común de la ciudadanía, aparecen ya los primeros casos de protestas, manifestaciones, algaradas de ultras contra migrantes o, en el más comprensible de los casos, la reiteración de argumentos de peso (la necesidad de preservar el turismo, en unas islas que este año sufrirán un 60% de cancelaciones) para mantener a flote una economía tan raquítica y vapuleada. Uno de los centros informales de acogida en el norte de Lesbos recibió a mediados de marzo un aviso: “La policía nos dijo que teníamos que desmantelarlo para no afear la vista a los turistas”, según me confesó una de las voluntarias del mismo.

La crisis de los refugiados pues, cronificada en la nula respuesta política (reubicación por el sistema de cuotas pactadas, concesiones de asilo con cuentagotas, y limitadas a unas pocas nacionalidades, etcétera), amenaza con convertirse en cotidiana mientras se afianzan inquietantes certidumbres. Por ejemplo, la creciente depauperación de los migrantes: de la holgada clase media, con ahorros e idiomas, que llegaba en el verano de 2015 al ejército de menesterosos, desprovistos de recursos financieros y habilidades lingüísticas, que ha arribado estos últimos meses. O la creciente marginación entre ellos, como si en el éxodo, y en la penuria, también hubiera clases: sirios, de primera; iraquíes, de segunda; afganos, de tercera, enfrentados todos entre sí y recelosos de los privilegios del otro.

La llegada de migrantes por la ruta mediterránea oriental se incrementó en un 1.642% en 2015, según datos de Frontex. Por Grecia entraron el año pasado más de 850.000 personas, a las que se añaden las 150.000 arribadas entre enero y marzo de este año.

Pero, pese al drama, debe prevalecer la esperanza (o al menos una suma de solidaridad, empeño y suerte). Nasir, un contable sirio de 40 años, es un buen ejemplo: tras dos años refugiado en Líbano, discriminado hasta el extremo, logró llevar a su hermana pequeña y sus sobrinos hasta Alemania, aprendiendo la lengua de Goethe por el trayecto con ayuda de aplicaciones descargadas en el móvil. “No quiero nada gratis. Quiero contribuir a mi manutención, a mi vida y la de mis familiares, con la idea de volver a mi país en cuanto pueda. Sé que puedo arrimar el hombro en el país que me acoge, siempre he trabajado duro y hacerlo en Alemania no me asusta. Ellos nos abren las puertas, y en mi cultura está muy mal ir de visita a una casa con las manos vacías”.

 

Zoom out

María Antonia, periodista de El País, es especialista en los Balcanes y Grecia, y en este último país ha cubierto la crisis de los refugiados. En 2003 recibió el Premio Ortega y Gasset junto con el resto de corresponsales españoles en la guerra de Irak.