Del coma a la sonrisa: la emotiva historia de la pequeña que se recuperó 28 días después

“La esperanza es vital. Es lo que te permite seguir adelante”, subraya nuestro pediatra Michael Malley mientras cuenta el tratamiento a una niña con malaria y meningitis en una zona en disputa entre Sudán y Sudán del sur. Un viaje en equipo de angustia y felicidad.

MSF
05/04/2022
Equipo Agok

“Su padre la recostó con cuidado en la cama de la sala de urgencias. La niña estaba inconsciente y apenas respiraba. El equipo médico comenzó la evaluación inmediatamente. Era pequeña, de unos 8 años. Sus familiares nos dijeron que llevaba días sufriendo convulsiones.

Ya antes de hacerle las pruebas, todos pensamos lo mismo: es malaria.

La malaria es endémica en esta región, y en el tiempo que estuve en el hospital de Médicos Sin Fronteras en Agok -en el área administrativa de Abyei, entre Sudán y Sudán del Sur- lo raro era ver a un paciente que no la tuviera.

La temporada de lluvias genera charcos de agua estancada, un caldo de cultivo perfecto para los mosquitos portadores del parásito que transmite la enfermedad. Infectaban a la gente en un número tan elevado que nos vimos obligados a tener que instalar varias carpas adicionales junto al hospital para poder atender a todos los pacientes.

La familia de la niña nos contó también que habían tenido que caminar durante dos días para llegar hasta Agok. Vivían en una zona rural y el nuestro era el único centro sanitario en muchos kilómetros a la redonda.

 

Agok

 

Durante todo el viaje, y al menos durante 48 horas, la niña estuvo en condición crítica, con su salud deteriorándose rápidamente. Cuando cayó la noche del primer día, descansaron en el suelo de la casa de alguien que se ofreció a acogerles. Y cuando la luz del amanecer les permitió reemprender la marcha, continuaron camino sin descanso hasta nuestro hospital.

Una de las enfermeras consiguió ponerle una cánula con la que empezamos a administrarle líquidos, antibióticos fuertes, antipalúdicos potentes y anticonvulsivos. Y acto seguido, la trasladaron a la sala donde atendemos a los niños que están más graves.

Gracias al rápido y eficaz trabajo del equipo de urgencias conseguimos estabilizarla, pero la niña seguía en coma y con convulsiones.

Y las convulsiones -como bien sabemos quiénes nos toca enfrentarnos a estas situaciones- si no se detienen a tiempo, pueden llegar a causar la muerte.

Cuando se produce una convulsión, el cerebro entra en "sobrecarga" y no recibe suficiente oxígeno o azúcar, lo cual puede causar daños cerebrales irreversibles. Además, en el caso de los niños, las convulsiones pueden hacer que dejen de respirar, lo cual puede acarrear las mismas consecuencias. Así que, en resumen, teníamos que intentar, fuera como fuese, que las convulsiones cesaran lo antes posible.

El equipo de la sala de pacientes graves hizo una labor increíble en todo momento. En el Reino Unido, de donde soy yo, esta niña habría sido atendida en una unidad de cuidados intensivos, probablemente la habrían intubado, y a buen seguro le habrían puesto monitorización electrónica. Le habrían hecho un TAC y múltiples análisis de sangre para intentar saber qué le pasaba.

Pero nuestro equipo en Sudán del Sur no disponía de ninguna de estas herramientas. Todo lo que podían hacer era prestarle una asistencia básica y estar muy pendientes de ella.

La niña necesitaba que le administraran muchos medicamentos en momentos concretos. Documentábamos cuidadosamente cada dosis para tratar de encontrar el equilibrio adecuado. Nuestra pequeña paciente necesitaba una atención permanente para garantizar que estuviera hidratada y alimentada a través de la sonda que le colocaron en su estómago. De hecho, incluso cosas tan sencillas como la posición en que se la colocaba en la cama eran importantes para reducir la presión en su cabeza.

Sin embargo, no se despertaba del coma.

Mediante una punción lumbar confirmamos que la niña tenía meningitis y malaria cerebral.

Viendo el diagnóstico, nos dijimos los unos a los otros que si no salía del coma en dos semanas tendríamos que empezar a aceptar que muy probablemente no viviría.

Y es que a veces, cuando comprendemos que la enfermedad es demasiado grave para que el paciente sobreviva, tenemos que cambiar el chip, olvidarnos de intentar salvar la vida del paciente y tratar de que al menos esté lo más cómodo posible hasta que fallece.

Los días fueron pasando sin señales de mejora. Hasta que, al decimotercer día, la niña abrió los ojos.

De repente, todos nos sentimos llenos de esperanza, algo que es vital y que te hace seguir adelante en situaciones como esta. En cuanto la noticia llegó a los oídos de los compañeros, todo el mundo redobló sus esfuerzos. ¡Había que sacar a aquella niña adelante y lo íbamos a conseguir!

Durante las casi dos semanas que llevaba ingresada, su familia permaneció siempre a su lado. Tuvimos muchas conversaciones con ellos. Y a su padre en particular, recuerdo que tuvimos que explicarle varias veces que, aunque a veces se despierten, muchos niños no logran sobrevivir a un coma. Le dijimos que teníamos que mantener la esperanza y que diera por sentado que todo el mundo estaba volcado para que su hija viviera. Le transmitimos en todo momento que haríamos lo que estuviera en nuestras manos para que su hija se recuperara por completo, pero también era importante que él fuera consciente de que todavía no habíamos ganado aquella batalla.

Hay quienes salen del coma, pero lo hacen a costa de tener que vivir el resto de su vida con unos niveles de discapacidad muy elevados, mientras que otros, con cuidados y una familia que les apoye, podrían llegar a recuperar un nivel de funcionalidad razonable o incluso recuperarse por completo.

En cualquier caso, pasara lo que pasase, la familia de esta niña ya había sido un ejemplo de inspiración para todos los que trabajábamos en el hospital de Agok. Y, además, teníamos la suerte de cara: aquellos días teníamos un fisioterapeuta en el equipo, algo que no siempre es habitual y que en un entorno como este puede marcar la diferencia. Trabajó en todo momento con la familia y lo hizo con verdadera pasión, empatía y destreza, explicándoles con sumo cariño cómo interactuar con la niña para estimular su cerebro y que este volviera a funcionar de forma adecuada.

Al principio, seguía estando muy enferma; era incapaz de moverse por sí misma. Su padre se sentaba y la ponía sobre su regazo, levantando el brazo de su hija cuando alguien pasaba, como si estuviese saludando. Su madre y su abuela también estaban muy pendientes de ella. Lo cierto es que los tres juntos hacían más de lo que cualquiera de nosotros podríamos haber hecho por ella: darle mucho cariño y amor.

Pasaron los días y poco a poco empezó a mover los brazos. Y luego las piernas. Hasta que un día llegué a la sala y encontré a su padre sosteniéndola mientras caminaba con las piernas rectas y rígidas, como si fuera un robot. Todas las demás personas que estaban allí acompañando a sus familiares se emocionaban al verla pasar.

¡Hacía menos de dos semanas que había salido del coma y ya caminaba! Era casi un milagro.

Mientras la observaba, pensé en toda la gente que había hecho posible que nuestra pequeña paciente llegara tan lejos.

Por un lado, su familia, que se había volcado con ella en todo momento. El equipo de urgencias, que le proporcionó los cuidados iniciales que a la postre fueron cruciales. El diligente personal de la unidad de pacientes graves, que la había mantenido con vida día tras día. Los médicos que trataron sus convulsiones, el personal de laboratorio que identificó que tenía meningitis y malaria, los asistentes nutricionales que le proporcionaron alimentación terapéutica, el fisioterapeuta que trabajó para mejorar su movilidad, el terapeuta que apoyó a la familia… y también el resto del personal del hospital, sanitarios y no sanitarios, que estuvieron animando en la sombra y que siempre estuvieron listos para echar un cable con cualquier cosa que necesitáramos.

Apenas un par de días después, veintiocho desde el día de su llegada, la niña pudo volver a casa con su familia. Ya caminaba por su propio pie, comía dulces con ganas y sonreía a todo el mundo. Y yo, al ver aquella escena, recuerdo que pensé: “este tipo de experiencias vitales son las que nos demuestran que nunca, por muy mal que pinten las cosas, hay que perder la esperanza”.

 

Artículo originalmente publicado en El Huffington Post